Corazones que se restauran
Nos arrodilló la crisis. Una rodilla en el piso y el alma preguntando si había salida. La hubo: nos sostuvo Dios. No con magia, sino con una mano firme que mostró el siguiente paso cuando parecía imposible. Miro atrás sin resentimiento. No olvidé nada, porque un corazón restaurado no borra la historia: la honra. Pero sí perdoné, y la herida dejó de sangrar.
Restaurarse es aceptar la grieta y trabajar desde allí. Es nombrar lo que dolió, poner límites a lo que lastima y elegir hábitos que protegen la paz. Es pedir perdón, perdonarse y construir rutinas que no repitan la caída. También entender que la cicatriz no es vergüenza: es el mapa de una buena guerra.
La diferencia entre quedar con el corazón roto y volver a armarlo es valentía, fuerza y convicción. Convicción de que Dios no nos quiere renunciando ni retrocediendo, sino enfrentando y luchando con amor y propósito. No se trata de volver a ser quienes éramos, sino de crecer hacia una versión más íntegra y libre.
Si hoy sientes la rodilla aún en el suelo, respira. Levántate. Haz lo pequeño que puedes y confía lo imposible a Dios. La paz no llega por olvidar, llega por perdonar. Y cuando la paz habita, la vida se ve distinta: el hogar es refugio, el amor alianza y el futuro una pista para despegar.
Versículo
“Él sana a los quebrantados de corazón y venda sus heridas.” — Salmo 147:3









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