A veces la fuerza se disfraza de calma
Nos enseñaron que la fuerza siempre ruge. Que se demuestra con energía, con palabras firmes, con movimiento constante. Pero con el tiempo —y con algunas heridas— aprendemos que a veces la verdadera fuerza no grita… se disfraza de calma.
Esa calma que llega después del llanto. Esa pausa en la que ya no hay energía para discutir, solo para respirar. Esa serenidad que parece resignación, pero en realidad es madurez. Porque cuando uno ya ha pasado por demasiadas tormentas, deja de reaccionar con ruido y empieza a responder con silencio.
La calma no siempre significa que todo está bien. A veces significa que aprendiste a confiar. Que soltaste el control, que dejaste de pelear con lo que no podés cambiar. Que entendiste que no siempre hay respuestas, pero que eso también está bien.
Esa calma es fuerza, porque requiere más valor quedarse quieto cuando todo arde, que reaccionar por impulso. Requiere fe para creer que el tiempo de Dios también está obrando cuando no pasa nada visible.
Así que si estás en silencio, si sentís que ya no tenés energía para explicar, si elegís respirar en lugar de gritar… no pienses que te apagaste. Estás aprendiendo el lenguaje más sabio de la fortaleza: la calma que sostiene, la que repara, la que confía.
"En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza estará vuestra fortaleza."
Isaías 30:15









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